




Sus vidas eran de la casa al trabajo y del trabajo a la casa y claro, todo eso para ellos era muy aburrido. A los niños les gustaba más irse a jugar a la calle, ya fuera con un balón o un barco de papel y, se morían de envidia cuando veían a los mayores ir de un lado para otro con sus libros para estudiar en institutos y universidades.
Hartos de esa vida, que no era la propia de un niño, los más decididos de aquel país decidieron investigar para saber si eso ocurría sólo en su país o si, por el contrario habría muchos más niños como ellos.
Buscando, buscando… se dieron cuenta de que no eran los únicos a los que nos les dejaban disfrutar de su infancia, que habían muchos lugares y países en los que los trabajos y los castigos estaban a la orden del día. El más listo de ellos que, en realidad, era el único que sabía leer y escribir, decidió escribir una carta a cada niño de esos países y redactar una en la que les darían a sus mayores unas condiciones para volver a hablarles y vivir con ellos.
Pronto recibieron la respuesta del resto de los niños que, hartos de la situación habían hecho lo mismo que ellos. De una punta a la otra del mundo, empezaron a recibirse cartas con la misma proposición. Escribir una gran carta con sus deseos y llevarla a alguien que les apoyase y que intercediera por todos los niños del mundo.
Entre todos redactaron la carta. En ella pedían que les tratasen a todos por igual, que les protegiesen en lugar de castigarles, que les cuidasen cuando estuviesen enfermos y no les obligasen a seguir trabajando, que les permitiesen jugar, estudiar y sobre todo, ser niños, pero por encima de todo pedían una cosa, que les quisieran y les dieran todo el amor que hasta ahora les habían negado. Todo esto y muchas más cosas pedían los pequeños en esa carta. Esta se la entregaron al más anciano del lugar de cada país y todos fueron al rey o mandatario que se ocupaba del bienestar de sus ciudadanos.
Ninguno de ellos, sabía todo lo que en sus países ocurrían con sus pequeños y se llevaron un buen disgusto cuando hablaron con sus ancianos. Rápidamente, leyeron la carta y decidieron que era justa y que, esos mismos ancianos se harían cargo de que se cumplieran cada uno de los puntos que referían en la carta. No podía permitir que no dejasen a los niños comportarse como tal.
Los ancianos volvieron al lugar donde los niños estaban escondidos y les entregaron las cartas de los deseos firmadas por los que mandaban en cada país o lugar donde estaban ocultos. Los niños prometieron salir de sus escondites si los ancianos se hacían cargo de mostrarles la Carta de los Deseos firmada a sus mayores y eso hicieron.
Pasaron unos años y poco a poco fueron mejorando las cosas, los mayores comenzaron a dejarles tiempo para jugar y aprender, quienes vivían un poco mejor, llevaban a los pequeños al colegio y los ancianos se hacían cargo de que no se saltaran ninguna petición de la carta y de que fueran los mayores quienes se hiciesen cargo de los trabajos más duros.
Ahora las cosas han cambiado mucho, en los países donde sólo se oían los llantos y lamentos de los niños, ahora se oyen las risas y juegos de los mismos. Ya saben la mayoría leer y escribir y de los trabajos se ocupan los mayores, pero sobre todo, ahora ya saben lo que es tener las muestras de cariño de sus padres y sus amigos.
Rosi Requena
Todos los días cuando se acostaba se sentía triste porque su color no era igual que el de todas las demás.
Una vez estuvo machacando hojas verdes, y con el líquido se pintó, se miró al espejo y se sintió feliz, pero esa misma noche empezó a llover, se le fue la pintura y se quedó otra vez blanca
Al final del verano todas las tortugas volvían al mar, tenían que atravesar una gran playa ancha con arena blanca como la nieve.
Mientras caminaba despacio y maldiciendo otra vez su color que la hacía diferente a las demás, oyó un gran ruido, eran chillidos que venían del cielo.
Miró hacía arriba y enseguida distinguió a miles de águilas tortugueras, que se llamaban así por su afición a comer tortugas.
Le entró mucho miedo y metiendo la cabeza y las patas dentro del caparazón se quedó muy quieta.
Cuando dejó de oír chillidos, sacó la cabeza, y vio que no quedaba ninguna tortuga, todas se las habían llevado las águilas tortugueras.
Sólo quedaba ella, ya que como era blanca las águilas no la habían visto pues la confundieron con la arena.
Así que por el color que tanto había maldecido, seguía viva, y además ya no era una tortuga rara ya que todas las tortugas de la isla, o sea ella, eran blancas.
Miguel Angel Ramos
Tiene muy claro desde siempre las cosas que son exclusivamente para las niñas, como las muñecas y los cuentos de princesas y cuales para los niños, como los balones, camiones de juguete y los juegos de peleas.
Eso, trae de cabeza a sus padres, que no comparten en absoluto esa separación de roles tan absurdo. Pues en su casa los dos hacen de todo y si su padre ha tenido que jugar con muñecas con su hermana pequeña lo ha hecho sin perder por ello su autoridad en casa. Al igual que su madre ha tenido que arreglar algo de casa, cuando su padre ha estado de viaje.
Los dos intentan averiguar de dónde le viene esa forma de pensar que nada tiene que ver con la realidad e intentan hacerle ver, de la forma más divertida que eso no tiene porque ser así. Y ven una clara oportunidad cuando Esther, la hermana pequeña de Rubén, le pregunta a su madre:
-Mamá, en el colegio van a dar clases de cocina y Lucia dice que nos van a enseñar a hacer pasteles. ¿Puedo ir? ¿Me dejarás apuntarme con Lucia? Anda, por favor… – le insiste la pequeña que apenas se lleva dos años con Rubén.
-¿Dices que os enseñarán a hacer pasteles? – le pregunta su padre con interés.
- Mira Rubén, con lo que te gustan a ti los pasteles. Ahora podrías aprender a hacerlos a tu gusto. – le comenta su madre con la intención de despertar su curiosidad.
Rubén les mira desde el sofá, prestando atención y no muy convencido les responde:
-¿Cocinar yo?, ¡Anda ya, si eso es de chicas! –refunfuña Rubén
– ¿Cómo de niñas? –le replica su padre. – Yo cocino muchas veces y que yo sepa no soy una niña.
– Pero papá…- protesta el niño- Si mis amigos se enteran de que voy a clases de cocina, se van a reír de mí.
– O pensarán que lo haces para ayudar en casa. – contesta su madre-. ¿Por qué no pruebas un par de días? Aprenderéis a hacer nuevas recetas y las podremos hacer aquí en casa, nos lo podemos pasar muy bien.
Rubén se queda pensativo, es muy goloso y la idea de hacer sus propios pasteles no le disgusta, es más siente una cierta curiosidad de cómo será eso de crear nuevos pasteles y otras recetas. Pero le preocupa demasiado la imagen que puedan tener a partir de entonces para sus amigos.
Finalmente, su lado más glotón le puede y decide probar un par de días con su hermana. Eso sí, con la condición de que lo lleven en secreto para que sus compañeros no se burlen de él. O al menos, eso es lo que piensa, aunque pronto se dará cuenta de lo equivocado que había llegado a estar.
Llega el primer día de clase y al entrar por la puerta, Rubén se lleva una gran sorpresa.
A Rubén se le olvida totalmente la tonta preocupación de que dirán los demás niños del colegio y se dedica a observar y realizar todo lo que los monitores les enseñan.
Parece que, finalmente los padres de Rubén han logrado que su hijo se deje llevar y vea que, entre otras cosas, cocinar no es solo cosa de mujeres y satisfechos dejan a sus hijos que cocinen sus primeros dulces.
Al cabo de una hora, vuelven a recogerles de su clase para volver a casa y cuando preguntan a Rubén que le ha parecido la experiencia, este les contesta:
Los dos hermanos se miran y, sonriendo les cogen la mano a sus padres para volver a casa y poner en práctica todo lo que en una hora les han enseñado a hacer, unos pasteles deliciosos.
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